lunes, 2 de septiembre de 2013

Hasta los domingos a media tarde, como los demás






Alberto Cañas de P.
@AlbertoCdP
Publicado por: @IWrite

Román es como el resto de sus amigos. Igual. O al menos así se siente. Eso sí, solamente si se le pregunta en las dos jornadas que cierran la semana, y sólo hasta la mitad de la tarde del domingo, nunca más allá.
La charla en un banco del parque, a la sombra de cualquier árbol o las cañas en el bar de la calle de al lado, antes de comer, son casi los únicos momentos coloquiales que hacen que Román piense que aún comparte algo con el resto de sus colegas. Es uno más. Eso sí, siempre que las conversaciones no se alejen de temas banales, pero necesarios, como el fútbol o el sexo, con alguna risotada de fondo.
Ahí se siente seguro, sabe dónde está y cómo manejarse, y sus amigos siguen siendo sus amigos, los que eran antes, con los que creció. El problema resurge cuando el aburrido mantra laboral retorna por donde él lo creía desaparecido. Se recrean en condiciones y horarios de trabajo sin parar. Durante ese rato se limita a sonreír y a esperar que cuanto antes el diálogo abandone esos derroteros a donde esos amigos, de repente unos irreconocibles extraños, lo han llevado.
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Ilustración de Jate (@jateshow)
Aun así, ese período supone un remanso de la normalidad perdida. O, mejor dicho, la normalidad nunca encontrada. Y es que desde el instante en el que el sol dominical comienza a hundirse en el horizonte, una neblina densa y pegajosa, lejana al principio y más amenazante después, comienza a envolver su conciencia, recordándole que no es tan similar a sus amigos como él tiende a pensar.
¿Será esta semana la definitiva? Harto de esas ocasiones en que los demás hurgan una y otra vez en sus desesperantes, y en el fondo cargantes, vidas laborales, a Román le hace falta estabilidad. Una entrevista, un proceso. Tener algo que hacer un día entre semana a mediodía. Volver a depender de un horario. ¿Quién le iba a decir a él que suspiraría por que algo así le llegase?
Estudió tanto o más que el resto, pero la diosa Fortuna parece tenerle ojeriza, más allá de algún trabajo esporádico sirviendo cervezas o doblando camisetas. Necesita una llamada, un cambio de rumbo, un rincón donde cobijarse ante la inmensidad del tedio y el marasmo vital que lo rodea.
Las semanas primero, y los meses después, han ido haciendo mella en su ánimo y en su comportamiento hacia los demás. Menos sonriente que nunca por mucho que lo intente y más silente sintiéndose cada vez más ausente. No es el mismo, dicen algunos. Lo cierto es que aquel Román feliz y vehemente sigue allí, pero se oculta bajo esos pensamientos nerviosos que preceden al lunes y que permanecen hasta el viernes siguiente. En ese momento asume que su teléfono no ha sonado, que ningún correo formal ha arribado a su bandeja, por lo que opta por dejarse llevar, arrastrado por la inercia de los dos días en que, aunque en el fondo sepa que se engaña a sí mismo, se siente uno más, como los demás.

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