viernes, 21 de marzo de 2014

El reino de los fantasmas y el deslumbramiento

Mito y realidad se cruzan en las páginas del libro que Eco dedica a las tierras novelescas o legendarias de todos los tiempos
Por   | Para LA NACION

Nadie planea su niñez; simplemente la vive. Pero muchos ancianos, no todos, pueden dar un orden a sus altos años y despedirse de la vida recorriendo, memoria mediante, la comarca de la infancia, poblada de descubrimientos, maravillas, terror y hermosura. Es lo que ha hecho Umberto Eco desde comienzos de la década de 2000. En sus libros Historia de la belleza, Historia de la fealdad y El vértigo de las listas, enlazó la erudición y las imágenes más bellas y sorprendentes del arte de todos los tiempos. Cada reflexión, cada teoría estética, cada relato real o de ficción iba acompañado por una serie de ilustraciones, que terminaban por producir en los adultos un efecto de encantamiento semejante a los cuentos acompañados de dibujos destinados a los chicos. A ese trío de obras, Eco acaba de agregar Historia de las tierras y los lugares legendarios (Lumen). Desde la primera página entramos en el reino de la fantasía y el deslumbramiento, donde se cruzan el mito, la realidad y las especulaciones a menudo descabelladas. Eco se ocupa en este nuevo libro de "las tierras y los lugares que, ahora o en el pasado, han creado quimeras, utopías e ilusiones, porque mucha gente ha creído realmente que existen o han existido en alguna parte". A veces, esas regiones desaparecidas pueden haber existido, como la Atlántida. También están aquellas de las que sólo habla la Biblia; o las que surgen de un documento falso, al que alguna autoridad dio crédito. Y también están los sitios y las construcciones reales sobre las que se inventaron delirios y complots. Imposible enumerar todos los ejemplos que da el escritor italiano. Baste mencionar los más destacados.
En la Antigüedad y en la Edad Media, cuenta Eco, hubo quienes creyeron que la Tierra era plana, como algunos filósofos presocráticos (Tales y Anaxímenes), pero fueron numerosos los que sostuvieron su esfericidad (Parménides, Ptolomeo, Platón, Aristóteles, Alberto Magno, Tomás de Aquino). Esta última hipótesis planteaba una dificultad teñida de humor: en las antípodas debían de vivir seres humanos, ¿pero caminarían cabeza abajo? En La Divina Comedia, Dante entra en el embudo del Infierno, sale por el lado opuesto y llega a ver estrellas desconocidas al pie de la montaña del Purgatorio; por lo tanto, pensaba que la Tierra era redonda. Por cierto, creía en las Antípodas, porque llegado a ellas, no se había precipitado en el vacío; por el contrario, se había elevado al Paraíso.
Los mapas medievales sobre los que tanto se ha discutido respondían en gran medida a la demanda de lo fabuloso más que a una ambición cartográfica. Eco menciona, por caso, el mapa de Las crónicas de Nuremberg, de 1493, donde se ve una representación aceptable del mundo conocido, pero la imagen incluye los dibujos de monstruos que, se suponía, habitaban esos lugares. Razón y fantasía unidos.
En los textos bíblicos hay una geografía reconocible, existente, pero también hay tierras de leyenda. La historia de las tribus dispersas de Israel abunda en esas comarcas imaginarias. Por ejemplo, de acuerdo con una tradición, las tribus no habrían podido regresar a Israel porque el Señor cercó el camino con un río legendario, el peligroso Sambatión: sus aguas podían entrar en ebullición, grandes rocas surgían del fondo y caían sobre los que intentaban vadearlo.
">Para Richard Brothers, un falso profeta del siglo XVIII, internado durante muchos años en un hospital psiquiátrico (decía ser sobrino de Dios), las tribus dispersas habían llegado a las islas británicas, por lo tanto, todos los británicos eran judíos. Algunos de los epígonos de Brothers llegaron a afirmar que la dinastía real descendía de la estirpe de David.
Una de las leyendas de mayores consecuencias fue la del reino del Preste Juan. A mediados del siglo XII, circuló la que se llamó Carta del Preste Juan, dirigida a Manuel Commeno, emperador de Bizancio. Esa carta también fue leída por Alejandro II y por Federico Barbarroja. La misiva contaba que en el lejano Oriente, más allá de las tierras por las que habían combatido los cruzados, más allá de las comarcas dominadas por los musulmanes, había un reino cristiano, regido por el Preste Juan; sobre esa base fantástica, se llegó a pensar en la reunificación de la Iglesia de Occidente y la de Oriente. El reino desconocido incitaba a la expansión de los cristianos del Oeste para que se reunieran con los fieles aislados más allá de las fronteras trazadas por quienes no creían en Jesús. La ubicación incierta de aquel imperio a cuya cabeza estaba un hombre de fe cambió a lo largo del tiempo. A mediados del siglo XIV, el Preste Juan y sus dominios estaban en África; lo que naturalmente llevó a la exploración de ese continente: se suponía que las posesiones de Juan eran muy ricas, tan ricas como serían las de El Dorado, en el Nuevo Mundo del siglo XV.
En la célebre carta, se describía una geografía rica en piedras preciosas y toda clase de maravillas. El reino del Preste Juan no conocía la envidia ni el odio. Dios hacía llover dos veces por semana durante todo el año. No era necesario arar ni sembrar para cosechar frutos estupendos. Cada doce meses, los súbditos entregaban a su monarca cincuenta elefantes y cincuenta hipopótamos cargados de oro. Los hombres que vivían en esas condiciones alcanzaban los quinientos años de edad. Cada cien años rejuvenecían cuando tomaban tres veces de una fuente que los devolvía a los años mozos.
El Preste Juan también aparece en los relatos de Marco Polo, a pesar de que éste nunca dijo haber entrado en aquel reino. El gran viajero italiano se debatía entre la realidad de lo que veía, y acerca de lo cual dejó registro, y las tradiciones legendarias que le llegaban sobre regiones, historias y seres fantásticos. Marco Polo buscó unicornios, al igual que muchos hombres de su época, y encontró rinocerontes, como comenta Eco. A los rinocerontes, los interpretó como unicornios, a pesar de las representaciones disímiles de los dos animales; pero ambos, el unicornio grácil e imaginado y el pesado rinoceronte, tenían un solo cuerno: detalle esencial.
¿Dónde estuvo el Paraíso? El jardín primero, patria de la humanidad, se encontraba, de acuerdo con la tradición bíblica, en el Extremo Oriente tal como se lo conocía en la Edad Media. Giovanni de' Marignolli lo sitúa a cuarenta millas de la isla de Ceilán. Pero también había relatos que lo ubicaban en el norte de Occidente. En su viaje de descubrimiento, Cristóbal Colon no sólo iba en pos de intereses económicos y políticos, también creía que podría dar con el Paraíso terrenal. La idea de que el jardín bíblico estaba en el Nuevo Mundo la retomó León Pinelo en 1556. Éste sostenía que los cuatros ríos que brotan del Paraíso terrenal no eran los mencionados por la Biblia, sino el Río de la Plata, el Amazonas, el Orinoco y el Magdalena.
La Atlántida, el continente perdido, es quizá la tierra que suscitó más fantasías, investigaciones y viajes. Platón en el Timeo se refiere a una isla más grande que Libia y Asia juntas: se trataba de un imperio poderoso que quiso dominar el mundo, en particular a Grecia; pero Solón, el ateniense, venció a los ambiciosos ejércitos enemigos. Tras la derrota, la isla-continente se hundió en el mar en medio de un terremoto. La leyenda de esa tierra fabulosa se prolongó con mayor o menor fuerza hasta el Renacimiento y, una vez descubierta América, se pensó que el Nuevo Mundo no era sino la mítica Atlántida. Francisco López de Gómara en Historia general de las Indias conjeturó que los aztecas eran descendientes de los antiguos habitantes de la isla fantasma.
Hubo quienes creyeron que la Atlántida era Palestina y fueron numerosos los historiadores que pretendieron, con un criterio nacionalista, haber encontrado aquella tierra misteriosa en la propia patria. Angelo Mazzoldi, en el siglo XIX, situaba la Atlántida en Italia; William Blake, en Inglaterra. El estadounidense Ignatius Donnelly afirmó, en Atlantis: el mundo antediluviano, que la isla mencionada por Platón estaba en el océano Índico, frente a la desembocadura del Mediterráneo. Esa tierra, sostenía, fue el origen de todas las civilizaciones. Sus teorías tuvieron eco en otros autores, cada uno de los cuales propuso una ubicación distinta para la comarca inasible. Se llegó a creer que los bereberes de los montes del Atlas, de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios eran los sobrevivientes de la Atlántida.
Las historias acerca de las comarcas legendarias cobraron un interés político funesto desde mediados del siglo XIX hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Para combatir la decadencia de Occidente, un tema de época, se empezó a hablar del Hombre Nuevo, el superhombre que debería regenerar la humanidad desfalleciente con una vuelta a los orígenes, a los poderosos ancestros que habitaban regiones animadas por una secreta energía y sabiduría. La geografía imaginaria, pero asentada en la realidad, fue la fuente en la que abrevó el mito de la superioridad del hombre ario, una leyenda que culminó en el nazismo. Una de esas tierras fantásticas del pasado fue Thule, mencionada en la Antigüedad por Eratóstenes, Plinio y Virgilio. El mito de Thule se fusionó con el de los hiperbóreos, un pueblo que había vivido muy al norte de Grecia. Hiperbórea, al principio, no era la cuna de la raza superior, pero sí la tierra de la lengua y la raza primitivas. De la idea de raza primitiva, se derivó la de la raza superior, la que estuvo más cerca del origen divino. La mezcla de la sangre suprema con la de los pueblos inferiores no había causado sino degeneración. Los arios puros eran los únicos hombres que habrían mantenido incorrupto el vínculo con la divinidad.
¿De dónde habían surgido los arios? Algunos los consideraban originarios del norte de Alemania y Escandinavia; otros decían que provenían de Ucrania. También se los ubicaba en la India. Las investigaciones según las cuales la lengua primitiva había sido el sánscrito abonaban esa última teoría. El ocultismo influyó en la difusión del mito ario. La inefable madame Blavatsky, especie de Eolo que lanzaba a los cuatro vientos las conjeturas más disparatadas y contradictorias, sostenía que una raza perfecta había emigrado del norte del Himalaya a Egipto; además afirmaba que Hiperbórea había sido un continente polar que iba desde la actual Groenlandia hasta Kamchatka, donde habitaban gigantes andróginos. En poco tiempo, llegó a considerarse a las runas nórdicas no como un sistema de escritura, sino como símbolos mágicos de los que se obtenían poderes ocultos y la circulación de una energía sutil que podía determinar el futuro de la humanidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler le habría ordenado al general Wolf que secuestrara a Pío XII y que se apoderara de ciertas runas de la Biblioteca Vaticana que contenían secretos esotéricos decisivos para orientar la historia.
La búsqueda del Santo Grial dio origen a numerosos itinerarios por Asia y Europa en los que se mezclaban lo sagrado y las aventuras. Una de las últimas veres acerca de los enigmas que rodean la reliquia es relativamente reciente y se convirtió en una estupenda fuente de ingresos para autores, editoriales, cineastas y agencias de turismo.
A fines del siglo XIX y principios del XX, François Berenguer Saunière, párroco de Rennes-le-Château (cerca de Carcasona) restauró la iglesia local, construyó la Villa Bethania en la que vivió, y la torre Magdala, que evocaba la torre de David en Jerusalén. Esas construcciones requirieron mucho dinero, que Saunière no tenía, por lo que se conjeturó que durante los trabajos había encontrado un tesoro. En verdad, el sacerdote había conseguido esas sumas publicando avisos en los diarios en los que ofrecía celebrar misas por los difuntos, a cambio de dinero. Recibió miles de encargos, pero no celebró ninguna misa; se consagró a sus edificios, por lo que se le hizo un juicio: no había cumplido con el más allá. Saunière terminó sus días en la pobreza y legó lo que había levantado a su ama de llaves, Marie Dénarnaud. Mucho tiempo después, apareció en la región un personaje peculiar, Pierre Plantard, un hombre de derecha, antisemita, que colaboró con el régimen de Vichy.
En 1956, Plantard presentó su Priorato de Sión y registró oficialmente la asociación en la subprefectura de Saint-Julien-en-Genevois. Plantard decía que su cofradía era milenaria. Basaba sus afirmaciones en documentos que, presuntamente, Saunière habría encontrado durante la restauración de la iglesia. Además, Plantard se ufanaba de ser un descendiente de los reyes merovingios, de Dagoberto II; más aún, llegó a sostener que, en realidad, sus antepasados habían sido Jesucristo y su mujer, María Magdalena. Las afirmaciones de Plantard encontraron un respaldo inesperado. Un periodista vinculado con los surrealistas, Gérard de Sède, publicó el libro L'Or de Rennes que apoyaba la autenticidad del Priorato de Sión con otros documentos. Más tarde, se comprobó que esos documentos habían sido dibujados por un humorista de la radio francesa, Philippe de Cherisey, con lo cual, se comprobó la falsedad de la historia. Sin embargo, De Sède continuó con sus fantasías y se valió de interpretaciones de cuadros de Guercino y de Poussin para afirmar que la tumba de Jesucristo se hallaba en Rennes-le-Château. Por último, Plantard admitió en un juicio a Roger-Patrice Pelat, amigo de François Mitterrand y supuesto gran maestro del Priorato de Sión, que había inventado toda la historia sobre ese priorato.
El mayor beneficiario de semejantes dislates fue el novelista Dan Brown, que se inspiró en De Sède para escribir El código Da Vinci: había nacido una industria.
Según detalla Umberto Eco, el libro de Brown está plagado de errores, además de incluir numerosas conjeturas cuya carácter apócrifo está probado; sin embargo, contra toda evidencia, los lectores de El código Da Vinci han dado origen a una tendencia turística. Hay numerosos tours consagrados a recorrer el itinerario trazado por Dan Brown.
Eco termina el capítulo sobre Rennes-le-Château con una cita admirable de Chesterton, que explica por qué las leyendas milenarias ejercen sobre todo hoy un poder de sugestión imbatible: "Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada; creen en todo". Nada más preciso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario